Darnton nos sitúa en el siglo XVIII francés y a partir de una serie de textos
de cronistas de la época reconstruye un olvidado acontecimiento que en su
momento generó algún revuelo. Estamos a fines de los años 1730s en una imprenta
de la calle Saint Severin en el París de Luis XV. En este taller trabajan muchos
obreros y entre ellos dos jóvenes aprendices de nombres Jerome y Léveillé. Las
condiciones en las que trabajan los jóvenes son deplorables, cosa que al
parecer era común en los talleres de imprenta de la época. El taller era
propiedad de un hombre acaudalado, un burgués que profitaba de un buen negocio
como lo era la publicación de libros en aquel entonces. Pero, como anunciábamos,
los beneficios del negocio quedaban en manos del dueño de la imprenta, algo
menos para los maestros del taller y al final los aprendices recibían nada más
que la comida necesaria para sobrevivir. Los jóvenes no comían con el dueño de
la imprenta sino en la cocina y se alimentaban de las sobras y al parecer de la
comida que dejaban los gatos. Y aquí aparecen los gatos. La esposa del dueño
del taller amaba a sus gatos y por ello había varios en casa (el libro nos
aporta el dato de que había un dueño de imprenta que tenía hasta 25 gatos en su
casa, prueba de que entre la gente pudiente había varios amantes de los gatos).
El buen trato que los dueños dispensaban a sus gatos contrastaba con el malvivir
de los jóvenes aprendices; como te dije, los muchachos comían aparte, mientras
los gatos se paseaban en el comedor donde se alimentaban los patrones. Para
colmo, los gatos solían instalarse en el techo del taller para maullar en las
noches, justo sobre la pieza en la que dormían los muchachos, los que debían levantarse
temprano, 4 ó 5 de la mañana, muchas
veces medio dormidos tras pasar una mala noche por el hambre y el ruido de los
animales. Así las cosas un buen día
los jóvenes deciden poner fin a esta situación y urden un plan para vengar su
desventurada existencia. Léveillé, quien al parecer tenía un particular talento
para imitar sonidos, se trepó al techo hasta situarse sobre la pieza de los
dueños y allí pasó varias horas maullando como los gatos, de modo que los
dueños no pudieran dormir. Por lo visto aplicó este tratamiento varias noches y
consiguió convencer a los dueños de que eran víctimas de alguna suerte de
maleficio, quizás la obra de alguna bruja o hechicera. Cansados de tanto
escándalo y para poner fin a la tortura, el patrón le ordena a los muchachos
que se deshagan de los gatos y su señora les pide que cuiden, eso sí, a su
preferida, una gata que llamaba la grise. Los
aprendices no perdieron la oportunidad y premunidos de herramientas y
fierros que se hallaban en el taller salieron en busca de los gatos para
matarlos uno por uno. La primera en morir fue la grise, la gata regalona de la
esposa del patrón, a la que le quebraron la columna a golpes de fierro. En su
expedición punitiva los jóvenes vengadores logran de alguna manera atrapar a
varios de los gatos y aprovechando que con la batahola se habían juntado más
personas que trabajaban en el taller montaron una suerte de parodia de tribunal
donde deciden someter a juicio a los desventurados felinos. El improvisado
tribunal cuenta con guardias, un confesor y un verdugo. En un juicio express,
los gatos son declarados culpables, el confesor les administra los últimos
ritos cristianos antes de la ejecución y todo termina con los gatos colgados en
un improvisado cadalso, tal como eran colgados los criminales en aquellos
tiempos. Cuando el dueño y su esposa llegan al taller se encuentran con la
dantesca escena de los gatos colgados y espantados con la muerta de las que fueran
sus mascotas se retiran amargados consolándose con que al menos se habían salvado
del maleficio que pesaba sobre ellos. Al final los obreros quedan solos en el
desordenado y ensangrentado taller, pero muertos de la risa por el ardid con el
que habían engañado a sus patrones y de paso consumado su venganza contra los
dueños encarnada en la eliminado de los felinos. Esos son a grandes rasgos los hechos
de la gran matanza de gatos que tuvo lugar en la calle Saint Severin de París en
los años 1730s. Darnton nos agrega el detalle de que este luctuoso episodio es
conocido porque muchos años después, cuando ya era un hombre adulto, uno de
esos jóvenes, supuestamente Jerome, cuyo nombre verdadero era Nicolas Contat,
puso por escrito estos hechos a propósito de que en su vida adulta se dedica a
recordar este y otros acontecimientos de su carrera laboral en reuniones con
sus amigos en los que recrea estos hechos y que, tal como había sucedido en el
pasado, terminan con las risas del público y las felicitaciones por la broma
con la que se habían vengado de sus patrones y de los gatos. El relato de
Contat fue recuperado del olvido mucho tiempo después y así fue como Darnton lo
incluyó en su libro para que nos enteráramos de la gran matanza de gatos
parisina.
Me imagino que te preguntarás qué sentido tiene rescatar una historia
tan salvaje, violenta y cruel como el de la matanza de gatos o para qué tomarse
el trabajo de incluir una barbaridad como esta en un libro de historia, con
todo el agregado de la inhumanidad de estas personas que eran capaces de hacer
chistes y burlarse con el sufrimiento de los animales. Bueno, Darnton nos dice
que la importancia de este tipo de narraciones olvidadas o ignoradas radica en
que nos abren puertas muy valiosas para ver la vida y el mundo con los ojos de la
gente común y corriente, quienes vivieron en una época de transición entre el
“Ancient Regime” y eso que ahora llamamos modernidad.
Darnton nos cuenta que la industria de la imprenta en la Francia del
siglo XVIII era un buen reflejo de las condiciones sociales del periodo, donde
se imponía una dura estratificación de clases sociales; los dueños de las
imprentas eran burgueses de clase media relativamente acomodada, mientras que
los trabajadores constituían una clase inferior que trabajaba mucho y percibía
un pago más bien escuálido. Podrás imaginar que el panorama era todavía peor
para los aprendices, como es el caso de los jóvenes de esta historia. El siglo
XVIII, el Siglo de la Razón, vivió un auge de la industria del libro; se
vendían muchísimos libros y el comercio de libros, tanto local como
internacional, iba viento en popa, todo lo cual incrementó la posición de
riqueza de los dueños de las imprentas en esos años. A su vez, este favorable
entorno económico propició un proceso de concentración del negocio en unas
pocas manos (cualquier parecido con la actualidad es mera coincidencia); como
además el negocio era hereditario, se traspasaba del dueño a otros miembros de
su familia, los trabajadores no tenían ninguna posibilidad de hacer carrera o
aspirar a ascender hasta llegar a tener su propio taller, salvo que algún
afortunado lograra casarse con la viuda de un propietario de imprenta. Era un
mundo muy excluyente, plagado de fricciones, en el que los dueños miraban en
general a sus trabajadores como borrachos, flojos, mentirosos y pendencieros. Como
ejemplo de lo malo que era el “clima laboral”, se llamaba “veterano” al empleado
que cumplía un año de trabajo, lo que nos da una idea de la alta rotación de
puestos de trabajo, es decir, la estabilidad laboral era casi desconocida en
ese contexto. Darnton hace una observación muy interesante al pintar este
cuadro, si recordamos la imagen romántica con la que se solía recordar a los
talleres de la era pre industrial, es decir, que antes de la explotación
capitalista de los obreros industriales, los antiguos talleres de artesanos
eran mucho más armoniosos y pacíficos, herencia de antiguas tradiciones
medievales. Bueno, las imprentas francesas del siglo XVIII nos cuentan una
historia distinta; un recordatorio de que las malas relaciones entre
empresarios y obreros anteceden al capitalismo moderno.
En fin, volviendo a nuestra historia, tenemos que entender que en el
taller de la calle Saint-Severin subsistía una larvada animadversión entre los
dueños del taller y sus trabajadores, dada las precarias condiciones de vida de
estos últimos; lo que en todo caso era una situación común a todo el rubro de
las imprentas. Lo cierto es que las malas relaciones o relaciones de
explotación que prevalecían en el taller nos ayudan a entender por qué un grupo
de trabajadores, y en este caso los del escalafón más bajo como eran los
aprendices – los últimos de la escala – deciden en un momento armar este ardid
para vengarse de alguna manera de sus patrones, aunque sólo fuera de forma simbólica.
Y es aquí donde la venganza toma forma en los gatos: los gatos van a ser el
medio a través del cual los hombres expresen su resentimiento, para que puedan
burlarse de sus patrones aunque sólo sea por una vez. La pregunta obvia es ¿por
qué los gatos? ¿y por qué torturar a los gatos es tan divertido para estos
obreros? Bien, es una larga historia, pero que aquí vamos a intentar abreviar
en sus aspectos principales.
CRÉDITOS
"Secret Igloo", Yan Terrien
"Sneaky Adventure", Kevin MacLeod
"Infados", Kevin MacLeod
"Ghost City", Dmitriy Diomores
"The Tavern", Joseph McDade
"Mortal Landscape", Max Sergeev
"Sunrise", Ilya Marfin
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